Cuando un paciente atraviesa una enfermedad compleja, lo habitual —y lo deseable— es que intervengan varios especialistas para abordarla de forma integral. Cardiólogos, oncólogos, internistas, endocrinos, neumólogos, radiólogos… Cada uno aporta su conocimiento técnico y su experiencia sobre una parte concreta del problema. Pero ese enfoque multidisciplinar, que sobre el papel promete una atención más completa, puede volverse en contra del paciente cuando los engranajes del sistema no funcionan como deberían. Porque, en la práctica, la descoordinación entre especialistas no es solo una cuestión organizativa: puede convertirse en un riesgo clínico real.
A diferencia de otros errores médicos más visibles —una cirugía mal realizada, un fármaco administrado incorrectamente—, la descoordinación actúa de forma más sutil. No suele dejar una huella única, sino una cadena de pequeños fallos: una prueba que nadie interpreta, una contraindicación que no se comunica, un seguimiento que no se asigna claramente a nadie. Y, sin embargo, el impacto sobre la salud del paciente puede ser tan grave o más que el de un error puntual.
Cuando todos son responsables, pero nadie responde
Uno de los mayores peligros de este fenómeno es la dilución de responsabilidades. En un entorno donde cada especialista interviene en una fase concreta y bajo un enfoque específico, ¿quién vela por la coherencia del tratamiento en su conjunto? ¿Quién revisa que los distintos informes, decisiones clínicas y ajustes terapéuticos sean compatibles entre sí? La realidad es que, salvo en entornos muy organizados o en unidades clínicas altamente coordinadas, no siempre hay una figura que asuma este rol. Y lo que en teoría debería ser una atención compartida, en la práctica puede traducirse en decisiones inconexas o incluso contradictorias.
Esta falta de comunicación puede manifestarse de muchas maneras: tratamientos redundantes, omisión de pruebas necesarias, instrucciones terapéuticas incompatibles o, simplemente, ausencia de seguimiento claro tras una intervención concreta. Ninguno de estos fallos suele ser imputable a un único profesional. El problema está en la estructura misma del sistema asistencial, cuando no establece cauces eficaces para que la información fluya y las decisiones se tomen con una visión de conjunto.
El expediente médico compartido no es suficiente
En muchas comunidades autónomas existen ya historias clínicas electrónicas accesibles por los distintos profesionales sanitarios. Esto, sin duda, es un avance. Pero no soluciona el problema por sí solo. Porque la mera disponibilidad de información no garantiza que esta se lea, se analice correctamente o se incorpore de forma adecuada al proceso de decisión. De hecho, una historia clínica puede convertirse en un documento inabarcable si nadie asume la tarea de filtrarla, interpretarla y priorizar lo que realmente importa en cada momento del proceso clínico.
Además, las barreras no son solo técnicas. También influyen factores humanos, como la sobrecarga asistencial, la presión del tiempo, o incluso una cultura profesional que tiende a compartimentar el conocimiento. En ocasiones, el respeto entre especialidades se traduce en una falta de intervención, por miedo a “invadir competencias”, cuando lo que necesita el paciente es justo lo contrario: una mirada transversal que supere los compartimentos estancos.
Daños difíciles de probar, pero reales
Desde el punto de vista jurídico, los perjuicios derivados de la descoordinación médica presentan un desafío adicional: su trazabilidad. No siempre es fácil demostrar que un daño concreto (por ejemplo, un empeoramiento clínico o una secuela permanente) se ha debido a una falta de coordinación entre profesionales. No hay una acción única claramente negligente, sino una concatenación de omisiones y malentendidos que, en conjunto, han producido un resultado adverso.
No obstante, eso no significa que no exista responsabilidad. En los últimos años, la doctrina ha empezado a reconocer que los centros sanitarios —públicos y privados— tienen el deber de organizar la atención de forma eficaz, y que esa obligación incluye garantizar una mínima coordinación entre los distintos niveles y especialistas implicados. Es decir: aunque no haya un único “culpable”, sí puede haber una responsabilidad por el funcionamiento anómalo del sistema en su conjunto.
Y para el paciente, esto es relevante. Porque, ante una situación en la que se ha producido un perjuicio claro, debe saber que la existencia de múltiples intervinientes no impide reclamar por negligencia médica. Eso sí, será necesario un análisis muy detallado del expediente clínico y, en muchos casos, un dictamen pericial que identifique los fallos sistémicos y su impacto en el resultado final.
La prevención no es solo técnica, sino organizativa
Hablar de prevención en medicina no es solo hablar de vacunas o de cribados: también es hablar de estructuras que funcionen. Y, en ese sentido, la coordinación entre especialistas no debería depender de la buena voluntad de los profesionales, sino de protocolos claros, reuniones clínicas periódicas, herramientas de comunicación efectivas y responsables identificados para cada fase del tratamiento.
No hay medicina moderna sin colaboración entre disciplinas. Pero esa colaboración no puede ser informal o improvisada. Necesita estructura, seguimiento y, sobre todo, una cultura organizativa que ponga al paciente en el centro. Solo así se puede garantizar que el trabajo conjunto de varios especialistas no se convierta, paradójicamente, en una fuente de riesgo.
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